La deuda de Heinmann 3º parte

 1º parte y 2º parte.

Ferdinand maldijo una vez más la magia rúnica de los enanos que tan difícil le estaba resultando de dispersar y que tantas vidas había costado. Estaba a punto de arrancarse de frustración los pocos pelos que le quedaban. Su antimagia era poderosa, como ya se esperaba; pero, en espacio de media hora, se había visto obligado a utilizar sus dos preciados pergaminos de dispersión en un intento de contener las energías del maldito yunque rúnico.

Se limpió la frente de una insalubre mezcla de sangre y sudor y contempló como los Rompehierros supervivientes colocaban escalas contra el muro norte. Aunque no quedaban muchos, Ferdinand era lo bastante sabio como para saber que podían superar a un enemigo varias veces mayor simplemente con su obstinada tozudez.

Más abajo, en las almenas que había sobre las puertas, los arcabuceros vertían el contenido de un caldero de aceite hirviendo, que se derramó con un chorro negro y siseante sobre tres de los Rompehierros. Estos cayeron, agitándose espasmódicamente mientras el negro líquido se filtraba a través de su armadura y los escaldaba hasta la muerte. “Una forma muy desagradable de morir”, pensó Ferdinand.

Los Alabarderos dificultaban el ascenso de los Enanos arrojando rocas sobre los cascos de los Rompehierros. Vio cómo Hans, un alabardero gigantesco, levantaba una roca del tamaño de un jabalí y la arrojaba por encima de las alemanas. La roca derribó a un Rompehierros, que cayó al suelo aplastándo y rompiendo la escala. Los Arcabuceros recargaron sus armas frenéticamente y consiguieron acabar con tres Rompehierros más.
Dos alcanzaron el final de la escala y treparon por las almenas, pero la longitud de las alabardas permitió a los defensores atravesar a los Enanos impunemente. Ambos cayeron, con la sangre manando a borbotones por sus numerosas heridas. En la otra punta de las almenas, una Enana y otros dos Rompehierros luchaban con una ferocidad preocupante. Un martillo impacto en la sien de Hans. Muy pronto, las piedras de las almenas quedaron salpicadas de sangre.
Ferdinand se agachó detrás de una almena, mascullando maldiciones. Si las murallas del castillo caían, no había ningún sitio hacia el que huir. 


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