Los profanadores (Relato)




El inquisidor Taëtrius se inquietó del pesado silencio que reinaba en la abadía de esta boscosa provincia de Akkylania. Separó una parte de su guardia para ver a que era debido…
Algunas semanas antes, las eminencias de la Iglesia de Merin habían localizado la preciosa reliquia que protegía, sin saberlo, esta pequeña comunidad monástica: el Manuscrito de T´Hann.
La abadía se encontraba en la bifurcación de todos los caminos de peregrinación, por eso el Papa había considerado útil que tal artefacto se expusiera en su mayor lugar de culto de Akkylania: la catedral de Arcavia. Su santidad había confiado la pesada responsabilidad de esta misión a un hombre de confianza, el Inquisidor Taëtrius.

Una vez allí la delegación papal se asombró de no ver a nadie para recibirla, como lo exigía la costumbre. En ese momento, la serenidad meditabunda del lugar daba lugar a un sospechoso silencio.

Los guardias de Taëtrius volvieron algunos minutos más tarde. No se habían cruzado con ningún monje, ni en el claustro, ni en el refectorio y menos aun en el dormitorio. El edificio parecía extrañamente desierto y todas las puertas estaban abiertas.

Solo la capilla de la abadía aun no había sido visitada. ¿Seria posible que todos los monjes estuvieran orando a hora tan inusual? El inquisidor quiso tener el corazón tranquilo y ordenó a su escolta que le acompañara.

Ningún devoto canto se filtraba a través de las gruesas paredes de la modesta capilla. Esta era manifiestamente muy antigua: la obra carecía totalmente de las resplandecientes vidrieras que iluminaban las nuevas iglesias del dios único. El enviado del Papa Inocencio empujó la pesada puerta carcomida con respeto y precaución, seguido por su escolta. Fue inmediatamente cubierto por la oscuridad húmeda y penetrante que reinaba en estos lugares: el único rosetón descolorido por el tiempo, iluminaba el altar con una luz austera.

Les fue necesario unos instantes a los guerreros de Merin para acostumbrarse a la débil luminosidad y distinguir el irregular montículo que se levantaba en el fondo del coro. Taëtrius dio algunos pasos hacia delante…
¡Cadáveres humanos!
¡Estos cuerpos desmembrados era todo lo que quedaba de la hermandad eclesiástica de la abadía de la Senda de los Dolores! Los guerreros de Merin desenvainaron sus armas en el momento que el Inquisidor ponía la mano en la guarda de su espada.

Los monjes habían sido masacrados y sus rostros ensangrentados delataban sin dificultad la horrible apariencia de sus verdugos. Esta blasfemia era manifiestamente reciente.
Taëtrius escrutó las entrañas de la capilla con la mirada. Hizo una señal a sus hombres para que examinaran el lugar en busca del menor indicio.

El rosetón, deslustrado y corroído por el moho, estallo en mil fragmentos más radiantes de lo que jamás había sido el original. Un Wolfen de enorme silueta acabada de atravesarlo para aterrizar pesadamente sobre el altar de piedra. Mientras se incorporaba con un gesto depredador, los discípulos de la Verdad Única pudieron distinguir su armadura de cuero y cadenas, así como el brillo metálico de su desmesurada arma.
Iluminado por la luz inmaculada que provenían del rosetón, la criatura se parecía a uno de esos ídolos ávidos de guerra y sacrificados que los herejes adoraban en sus santuarios primitivos.

Los guerreros de la escolta de Taëtrius cargaron para proteger a su maestro. Como una fiera, el Wolfen saltó del pedestal erosionado por el tiempo y decapitó al primero de los Templarios de la Inquisición que se habían lanzado sobre el.
Sorprendidos por la celeridad del asalto, con sus armaduras salpicadas por la monstruosa lluvia de sangre producida por la muerte brutal de su hermano, los Grifos vacilaron un segundo antes de retomar la carga con menor seguridad.
Una lanza dejó un largo surco escarlata en el muslo de la bestia. Poseída por algún demonio, esta parecía ignorar el dolor. Peleaba con una inteligencia y una perfidia que su aspecto no dejaba suponer…Taëtrius pronunció algunas palabras de poder y sacó su espada de la funda.
¿Era por la presencia de un espíritu maléfico o para vengar la muerte de los hijos de Merin? Que importa, la Hoja del Juicio enrojeció hasta volverse incandescente y alterar la silueta del Inquisidor detrás de impresionantes olas de calor. ¡La impía criatura debía expiarse en sufrimiento y morir!

Taëtrius fue interrumpido en su búsqueda de castigo por un segundo Wolfen que acababa de partir la puerta de la capilla lanzando un largo y siniestro gruñido. De él emanaba la misma terrorífica aura, el mismo aspecto cruel de su congénere. La mirada del Inquisidor se cruzó con la de su nuevo enemigo. Percibió detrás de cada uno de sus gestos la insidiosa presencia de una entidad malévola y resuelta a matar por simple placer.

Estos dos monstruos no tenían nada que ver con lo que el Inquisidor Taëtrius conocía de los Wolfen. Se acordó de repente de los inquietantes rumores difundidos por los Legionarios que volvían de las lejanas cruzadas: mencionaban la existencia de una jauría renegada, que ya no obedecía a las ancestrales costumbres de Yllia. Estos Wolfen hambrientos de la carne de los vecinos fueron apodados los Encadenados, los Profanadores…Los Devoradores.


Sin aliento, Taëtrius retiró su arma del cuerpo de la bestia. El fuego de la espada hervía la sangre con un horrible crepitar y cauterizo inmediatamente la herida.
El Inquisidor se volvió hacia los últimos supervivientes de su escolta. Parecían bastante agotados por el combate, pero mantenían la cabeza alta. Los soldados de Merin habían peleado con valentía y dignidad: Taëtrius agradeció al dios ígneo el haber velado por sus fieles y le dedicó esta sangrienta victoria. Declaró entonces con una voz solemne:

-“La herejía encontró nuevos servidores… Aquellos que se revelen contra la voluntad de Merin nos encontraran siempre en su camino.”


Relato sacado del manual de confrontación 2

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